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Porque, en definitiva, es Dios mismo el que habla al hombre. Y su palabra tiene una respuesta para todas las cuestiones religiosas, trascendentes, del hombre. Nos habla de la oración. Y nos habla del final. Y sobre todo nos habla de El mismo.. El más idealista de los filósofos griegos, Platón, solía salir a las afueras de Atenas para contemplar las estrellas y gritar: «No sé de dónde vengo. No sé a dónde voy. ¡Oh tú, Ser Descono– cido, ten compasión de mí!» Pues bien: la Biblia nos dice de dónde venimos. Nos dice hacia dónde vamos. Y sobre todo nos hace cognoscible, patente, cercano, a Dios. Nos revela a Dios. Pues la Biblia es la revelación de Dios a los hombres. Por ello escribía San Jerónimo: « Ignorar las Escrituras es ignorar al mismo Dios.» Y cuando llegó el momento decisivo Dios mismo se hizo hombre, tomó labios humanos, y se puso a dialogar, de tú a tú, con los hom– bres. Ya no por medio de teofanías amedrentadoras; no por medio de profetas más o menos apasionados. El mismo se hizo niño. ¿Puede haber algo más accesible? Creció entre los hombres. Y les habló. El nos enseñó a rezar el padrenuestro y nos predicó las bienaventuran– zas. El proclamó la ley del amor y la ley universal de la fraternidad, El. .. Pero El se fue, y dejó su testimonio en la tierra. La Biblia nos ha– bla de El. Sobre todo, el Evangelio es un documento que palpita. Se– meja tener tras cada página el corazón divino latiendo por los hombres. Los hombres, que tantos libros han escrito, no poseen un libro me– jor. Se llega a veces a un estado de alma en el que no gustan los otros. Y sólo en la Biblia se encuentra hondura. Parece un libro es– crito para cada uno de nosotros. Lo que sucede es que hay que apren– der a leerlo. San Agustín daba unas reglas de oro para leer las Escri– turas, que podemos resumir en que hay que leerlas muchas veces, hacer de ellas oración. ' 123

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