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Vigésimo octavo domingo «La palabra de Dios es ... (Hb. 4, 12). ¡PALABRA DE DIOS! Cada domingo, después de las lecturas litúrgicas, en el templo re– suena la exclamación: ¡Palabra de Dios! La nueva liturgia nos trajo a nosotros como una leve brisa en esta expresión. Nos hacía pararnos un momento la atención en aquello que se había leído. Se leía, se lee, en castellano y todos -mejor o peor– lo entendemos. Quizá no hemos profundizado suficientemente en el hondo signi– ficado de esa frase: ¡Palabra de Dios! Porque es la palabra de Dios la que se nos lee a nosotros. Es Dios mismo quien nos envía un mensaje a cada uno de nosotros. Si pusié– semos un poco más de atención tal vez sentiríamos el aliento de la divinidad queriendo decirnos algo. Esa voz que resonó solemne en el Sinaí -donde ahora resuenan los cañones- y que suena leve en nuestras almas. La carta a los hebreos quiere que comprendamos la trascendencia, la importancia de la palabra de Dios. Dice así: « La palabra de Dios es viva, eficaz, más tajante que espada de do– ble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas.» 122
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