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Vigésimo cuarto domingo «Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?» (St. 2, 14). ¡QUE DIOS LE AMPARE, HERMANO! El gesto del pobre extendiendo su mano y pidiendo una limosna, es un gesto que, afortunadamente, va pasando a la historia. Aunque aún quedan pobres que -con más o menos necesidad, con más o me– nos picardía- se lanzan a la calle invocando la caridad de los tran– seúntes. ¿Se escucha tanto la frase falsamente cristiana que encabeza este artículo? Creo que no. Y afortunadamente. Demos o no demos limos– na, fomentando quizá una picaresca callejera. Pero de lo que no cabe duda es que pocas frases tan ofensivas para la religión -aun bajo su capa de pía jaculatoria- que esa que hemos recordado: « ¡Que Dios le ampare, hermano!» ¿Por qué dejamos para Dios lo que quizá podamos remediar nos– otros? ¿Por qué queremos que intervenga Dios, quizá con un milagro, cuando El nos ha dejado a nosotros la práctica de la caridad? ¿Por qué mezclar la religión cristiana -que es, ante todo, corazón- con nues– tra frialdad de corazón? 114
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