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Vigésimo tercer domingo «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para ha– cerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que lo aman? (St. 2, 5). ASIENTOS RESERVADOS De los pobres hablamos y escribimos mucho todos. Pienso que no hay doctrina más maravillosa sobre los pobres que la doctrina de la Iglesia. La práctica que de esa doctrina hacemos los eclesiásticos ya es otra cosa muy distinta. El apóstol Santiago hace en su carta -y ya ha llovido desde enton– ces- una acusación que aún tiene vigencia: «Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica; uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos, el otro es un pobre an– drajoso. Veis al bien vestido y le decís: -Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado. Al otro, en cambio: -Estate ahí de pie o siéntate en el suelo.» Esto es un ejemplo. Algo que se daba en aquella cristiandad plena de fraternidad. Ahora quizá no se hace tan descaradamente, aunque se reservan asientos -algunas veces con toda razón- para cierta clase de personas. Eso es un símbolo de que seguimos haciendo mu– cho más caso a aquéllos que tienen una cartera repleta. Juzgamos a las personas por la fachada, y la fachada de los hom– bres son su traje y su cuenta corriente. Si ellos hablan los escuchamos con más atención. A los que no tienen nada les juzgamos poco menos que analfabetos, aunque digan cosas muy serias. 112
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