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tanto, muy bien podemos llamar cielo al alma donde Dfos vive haciéndola participante de su misma vida. Si estamos en gracia, y sobre todo, si Dios vive en nosotros por una intensa v,ida interior, aun v&viendo en el mundo encerramos en nues– tro co11azón un pequeño cielo. Es verdad que este cielo de la tierra se di– ferencia del cielo de los bienaventurados ; por– que éste jamás puede ,perderse, mientras que el que llevamos en nuestro corazón hecho de frágil barro ,está ,expuesto a desaparecer por el peoaldo. En el cielo de ,los bienaventurados, se goza de la visión de Dios. En el delo de nuestra alma sólo poseemos a Dios por la fe y por el amor, y aun con esto ,estamos sujetos a mil do– lores y trabajos; pero los dos tienen el mismo centro, el mismo prindpio, la misma vida. Alma mía, consuélate con esta sublime reali– dad. Rea1idad que es un don inapreciable que, por su bondad, te comunioa tu Amado. Reco– gida en tu intel'ior puedes repetir: «Yo soy cielo. Ún cielo pequeño, en minia– tura, envuelto en carne y sangre, rodeado de sombras, pero, al fin cielo, porque el cielo es Dios, mi Amado. Y Dios mora en mí. Tiene en mi corazón su trono de amor, y así mi morada fría, pobre y nublada se tmeca en mansión celeste». 83
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