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fa agitación del alma, cuando no, en los remor– dimientos de la conciencia. La verdadera paz es la que Cristo nos ofre– ce. El decía a sus 'apóstoles: «La paz os dejo; la paz mía os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn. 14, 27). Jesús nos da su paz por medio del Espíritu que envía a las almas para transformarlas y santificarlas'. Y sólo si– guiendo las mociones de ese divino Espíritu es como la paz se derrama como caudaloso rio sobre el corazón. La vida interior es una fuente fecunda de paz. Aunque esta vida interior no sea tan per– fecta como aquella del que ha lle.gado a la ín– tima unión con Dios, siempre proporciona al alma una unción suave, un confortador repo– so, una fruición indecible. El alma que ama a Dios y por este amor se convierte en morada suya, tiene que inundarse de paz aun en me– dio de -las pruebas y tribulaoiones. Dios está en ella. Dios mora con agrado en su corazón. Ella lo sabe, y esto le basta para tranquili– zarla. Puede ser que se alcen en torno las tormen– tas de la vida que agiten su frágil barca. Esto, por fuerza, tiene que causarle alguna turba– ción. Pero le basta un acto de fe, una mirada a su interior donde está su tesoro, para sen– tirse confortada. 132

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