BCCCAP00000000000000000000931

La mirada y el canto volvieron a Pedro a la reali– dad de la vida. La mirada de aquellos ojos compasivos del Dios bueno, penetraba como espada de dos filos en el fondo de su alma y la quemaba, la abrasaba. Pedro estaba anonadado, confundido, avergon– zado de sí mismo, de su cobardía y poco valor, a pesar de todas las protestas de pocas .horas antes. ¿Quién tenía razón? ¿Jesús en decir que le nega– ría, o él en afirmar que estaba dispuesto a morir? La razón estaba de parte de Jesús. A Pedro sólo le restaba corresponder ahora a la mirada. Todo lo comprendió, todo lo adivinó. Aquellos ojos, claros más que el sol, penetrando en lo íntimo de su alma, la iluminaron; y con aquella luz celes– tial pudo ver el apóstol el profundo abismo donde se encontraba, más que por malicia, por debilidad, por ser temerario. Y saliendo del peligro, lloró; lloró mucho, durante todos los días de su vida; más al oir el canto del gallo. i Qué bien lo dijo el profeta! «Mis ojos están siempre fijos en el Señor; pues :Cl ha de sacar mis pies del lazo. Vuelve, Señor, hacia mí tu vista, y ten de mí compasión; porque me veo solo y pobre» (Salmo XXIV, 15). i Oh poder y eficacia de la mirada .del Dios bueno, que tales prodigios realiza! Que no se apar– ten, Señor, tus ojos de mí nunca; que no se aparten de mí. Señor Jesús, míranos con compasión, rníra.. nos con ternura, con aquella mirada buena con que miraste a Pedro. San Pedro, llevado del amor a su Maestro, no quiso abandonarlo en las horas tristes de aquella noche. Tal vez demasiado confiado de sí mismo se 68

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz