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i Qué cierta era la sentencia de Jesús, cuando les avisó: «El espíritu está pronto, mas la carne es flaca!» (S. Mateo XXVI, 41.) A la letra se estaba cum– pliendo en su apóstol en aquellas circunstancias, por cierto bien críticas y nada favorables. Pedro amaba a Jesús. Jesús también amaba a Pedro. Sabía lo que por él estaba pasando; la ruda lucha que libraba en su interior; la furiosa tormenta que le acosaba por fuera. Y una circunstancia imprevista vino a despertar al apóstol de su letargo, haciéndole ver el abismo en que se encontraba. Jesús había sido juzgado ante el Sanedrín. Los juedes, ya bien entrada la noche, se retiraron a descansar. Jesús estaba en poder de los soldados. Era conducido a la prisión, y para ello tenía que pasar necesariamente por el patio. Al ruido de los Pfl.SOS de los que llegaban, cuantos en él estaban se abalanzaron curiosos para ver. También Pedro se abalanzó; quiso ver a su Maes– tro; y le vió maniatado. Pasó Jesús por entre la· muchedumbre de curio– sos, y. al pasar junto a Pedro, lo miró. Ni una pala– bra siquiera le dijo; ni una seña, ni el más leve movimiento hizo. Lo hubiera comprometido; cual– quier señal hubiera sido más que suficiente para descubrirlo. Tan sólo lo miró. Pero en aquella mirada, mirada divina de Jesús, mirada compasiva, elocuente, penetrante, iba ence– rrada toda una amonestación, un reproche cariñoso de amigo, de padre. Con aquella mirada, ¡ cuántas cosas le dijo! ... El gallo no lejos con sus cantos continuaba hirien– do los oídos del apóstol, despertaba su· conciencia; 5• 67
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