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- No lo niegues. Tú eres de los discípulos de ese hombre; con él estabas; si hasta tu modo de hablar te descubre. - Lo han conocido, no hay duda. Mas Pedro empéñase en negar, y no hay quien le arranque otra cosa. -No sé de qué habláis. No le conozco.- y para remachar el clavo, llega un testigo de vista: - Cómo que no le conoces? ¿Acaso no te vi yo mismo en el huerto con él hace pocas horas?– Estaba cogido. ¿Cómo negar ahora? De seguro que hasta le vió descargar el golpe contra Maleo, cuando le cortó la oreja. No obstante estas afirmaciones de un testigo tan abonado, Pedro .niega y reniega hasta con jura– mento: -Os digo y repito que no conozco a ese hombre· de quien habláis. Aquello se iba poniendo muy feo. Aún tenía Pedro las últimas palabras a flor de labios, cuando le sorprende el canto del gallo. Ahora sí lo oyó per– fectamente. Ni un rayo que le cayera encima hubiera pro– ducido efecto tan terrible como aquel canto a las altas hol'as. Aquella voz del vigilante nocturno era para el apóstol un aviso, la voz de alerta, un grito ·des– garrador, un remordimiento. Sí; el avis.o que Jesús le diera aquella misma noche: «Antes que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres.» Al pasar por el patio Jesús miró a Pedro. ¿Qué tenfa aquella mirada del Salvador? ¿Qué le dijo con ella a Pedro? 63

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