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simular. Ama a su Maestro y quiere ver el final de la escena. Y cuando más descuidado está, otra sirvienta de la casa del Pontífice, curiosa como la primera, y tan despreocupada como ella, clava en Pedro la mirada, y dirigiéndose a los que arrimados al fuego están, les dice con desparpajo único en tales per– sonajes: -También éste andaba con Jesús Nazareno.– Nada; que se empeñan las sirvientas en arrancar a viva fuerza la verdad de los labios de Pedro. A buen seguro que la portera fué con el cuento a esta otra, y las dos de común acuerdo, maliciosas y sin vergüenza, se empeñan en molestar al após– tol. ¿Qué se habrán creído ellas? Vuelve Pedro a negar rotundamente con tal desen– fado, que cualquiera lo cree: - Que no conozco a ese hombre, os digo. - Vamos; no lo niegues. Tú también eres de ellos. -Que no lo soy.- y volvió a reinar el silencio en el patio. Todos se acercaban al fuego, pues la noche era fría y des– templada. Después de unos compases de espera, se reanu– dan de nuevo las conversaciones. Se habla y se comenta a más y mejor. También en ellas tercia Pedro, para mejor disi– mular; pero con tan mala fortuna, que su mismo acento en el hablar le descubre ser galileo, y de pura raza. ¿Galileo y no ser discípulo de Jesús? Imposible. Si sus más grandes admiradores son los de aquella región. Si sus más adictos de allá han salido. La descarga es ahora formidable, irresistible. 62

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