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Al oir aquel beso temblaron las rocas del monte vecino; se estremecieron los olivos del huerto, y lloraron las florecillas. No muy lejos se oyó una carcajada infernal; la carcajada de Satanás. i Qué cuadro! ¡ qué espectáculo! Jamás hasta en– tonces se había visto cosa semejante. La luz y las tinieblas juntas; la hermosura y la fealdad tan pró– ximas; el cielo y el averno unidos. El rostro divino de Jesús y la cabeza inferrtal de Judas. ¡Un beso! señal de amor, de cariño,. de amistad; un beso, la señal para conocer a Jesús entre las tinieblas de la noche. En sus labios. lleva Judas fiebre ardiente, que le abrasa, que le quema la boca, las entrañas, el co– razón, todo su ser. Desde entonces Judas siente en sus labios un es– cozor inmenso, unos ardores que no es posible apagar con las aguas de los ríos ni de los mares. Aquella noche ya no· pudo dormir, ni la otra, ni la de más allá. La cabeza le estalla; las sienes le arden; los labios inmundos le revientan. Mientras tanto sus manos aprietan fuertemente la bolsa del dinero. Dentro se revuelven como víboras las treinta monedas, precio de la sangre del Justo. Se revuelven y le muerden, como perros rabiosos. Y corriendo, corriendo como un frenético,. se pre– cipita en el recinto del templo, habla con los sacer– dotes; quiere un arreglo, para librarse de aquel re– mordimiento horrible, de aquella tremenda pesadilla. -He pecado vendiendo la sangre del inocente.– y los sacerdotes, dirigiéndole una mirada des– pectiva, ni le hacen caso ni se ocupan de él. -A nosotros ¿qué nos importa eso? Allá tú.- 4• 51
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