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Quien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi misma carne» (S. Juan VI, 48--52). No poca sorpresa causaron en aquel entonces estas palabras de Jesús a las muchedumbres; y hasta hubo gritos de protesta, y apostasías, y claudicaciones en muchos de sus discípulos, pues, metalizados como estaban, no comprendieron la sublimidad de tales doctrinas, lanzando pública– mente su protesta: «Dura es esta doctrina; y ¿quién puede escu– charla?» (S. Juan VI, 61.) Ahora es llegado el momento de cumplir la pro– mesa. Precisamente, ha dejado esta obra sublime para los últimos momentos que está con los suyos, a fin de que mejor sepan agradecerla. Jesús está todavía sentado a la mesa. Su corazón late con fuerza inusitada. Su espíritu se transfigura. Su rostro vese nimbado de clari– dades celestiales. Los apóstoles lo ven, y no se atreven a pronun– ciar una sola palabra, sobrecogidos de respeto. Comprenden por las apariencias, que algo· extra– ordinario va a realizarse allí, aquella misma noche, sin que puedan adivinarlo. ¡ Qué momentos tan solemnes tuvieron que ser aquellos que precedieron a la primera Consagración y a la primera Comunión! ... ¡ Qué emociones tan intensas las que sentirían los apóstoles antes de ser consagrados sacerdotes de la Nueva Ley.! Después de veinte siglos parece per– cibir el alma del levita algo de esas emociones, al verse delante del Obispo consagrante. El Oran Pontífice, el Sumo Sacerdote Cristo Jesús 39

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