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junto con la de Jesús en un plato común, se había de extender poco después para recibir el precio de la sangre del Justo. ¡ Qué monstruosidad, que horrible atrevimiento! ... Al oir las palabras de Jesús, los apóstoles se miran sobresaltados unos a otros. El horror, el asombro, la extrañeza se pintan al vivo en su semblante. Con ojos desmesuradamente abiertos y con miradas aterradoras, llenas de pasmo, de es– tupor, de espanto, se miran de nuevo, como que– riendo adivinar en el rostro del vecino y leer en el fondo del alma lo que Jesús les ha manifestado· de una manera general, y que para ellos es una reve– lación asombrosa, nunca sospechada. Ninguno de ellos se atreve a pensar mal de otro. Y por eso preguntan llenos de temor al Maestro: «¿Seré yo?» temiendo oir la respuesta afirmativa, que los descubra ante sus compañeros. Pedro, el valiente, que ha confesado la divinidad de Jesús en momentos muy solemnes, interroga, dudando de sí: «¿Seré yo acaso ése de quien ha– blas? ¿Te traicionaré yo?» Juan, el amado, el discípulo bueno, la paloma sin hiel, duda también de sí mismo, y pregunta ate– rrado: «¿Soy yo acaso, Maestro?» Cada uno de los hiios del Zebedeo, tan valientes, tan resueltos, ahora están amilanados, y preguntan: «¿Seré yo, Señor?» Y así todos hacen la misma pregunta. También Judas tiene el atrevimiento, incalificable atrevimiento, de dirigirse a Jesús, como si fuera inocente. Tenía que disimular - ¡hipócrita! - ante sus compañeros el crimen que estaba tramando. Quería disimular, y se atrevió también a decir: «Maestro, ¿seré yo?» 34
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