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El silencio y la melancolía que presiden aquella última cena, reinan en la estancia, llena de mis– terios, después de las últimas palabras de Jesús. i Qué silencio tan imponente era aquél, y en tales circunstancias! · Lo.s apóstoles, testigos del lavatorio de los pies, viendo la gran humillación a que se ha sometido el Maestro, están sobrecogidos, asombrados, sin atre– verse a proferir ni una sola palabra. ¿Qué podrían ellos decir en momentos tan solem– nes, ignorantes como eran de los proyectos del buen Jesús? Mejor les era callar. Con la cabeza inclinada sienten sobre sí un peso enorme; están preocupados y muy pensativos. Las palabras de Jesús caen lenta– mente en su alma y se graban con intensidad en sus corazones entristecidos, cual si presintieran al– gún terrible acontecimiento. Jesús habla de nuevo, descorriendo el velo de los grandes secretos que torturan su corazón. Comienza a hablar emocionado, triste.... Pero habla. Tiene que hablar; tiene necesidad de expansionarse: «En verdad os digo que uno de vosotros me ha de hacer traición: Uno de vosotros ha de venderme. Uno de mis doce, que está aquí sentado a la mesa; que come con– migo; que mete la mano en el plato mismo que yo.» Era la costumbre que había en el Oriente, y aún dura: todos comen del mismo plato común. Judas comía con Jesí1s. Judas recibió esta prueba de íntima, de gran confianza de.parte de Jesús. Judas y Jesús la tarde del Jueves Santo comieron, pues, en el mismo plato. El apóstol ya estaba traicionando al Maestro, sin darse cuenta de que lo sabía todo. En sus manos apretaba la bolsa que recogería las treinta monedas. Aquella mano que osada entraba 3 Madridanos, Cristo paciente 33

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