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doce se niega .a ser lavado; se resiste enérgica– mente, y hasta protesta. ¿Será acaso Judas, el traidor, avergonzado ante su Maestro? No. Es Pedro, el apóstol ardiente, alma de héroe, temple de acero, que se da cuenta, que mide y com– prende la distancia qu~"hay entre Jesús y él, entre Dios y el hombre, y reconociéndose indigno, se en– cara con Jesús: «iSenor! ¿Tú lavarme a mí los pies?» En aquellos momentos Pedro no hizo más que re– cordar la confesión hecha de Jesús en el camino de Cesarea poco tiempo antes, cuando dijo: «Tú eres el Cristo, el Mesías, el fiijo de Dios vivo.» Y por .eso al verle ahora postrado a sus pies para lavar– los, juzgó indigno de tanta majestad lavar los pies, obra de esclavos. Respondió Jesús sencillamente: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora. Ya lo entenderás después.» ¡Bueno estaba Pedro para atenerse a razones! Pues porque no lo entiende, ni tampoco entiende las palabras de Jesús, persiste en su negativa. No ced.e tan fácilmente, ni da su brazo a torcer así como así. En generosidad para con el Maestro no hay quien le gane, y más conociéndolo como lo conoce. «No y no, he dicho. A mí no me. lavarás los pies jamás.» ¡Vaya una porfía aquella entre el apóstol tenaz y el Maestro humilde. Jesús, que sí; que le lavará los pies. Pedro, que no; que no se los deja lavar. ¿Quién vencerá? ¿Quién ha de vencer? La humil– dad; eso sin la menor duda. «Mira, Pedro; si no te lavare los pies, no tendrás parte conmigo.» 28
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