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Las postreras lágrimas que Jesús dejó caer sobre la ciudad ingrata sirvieron para endurecer más y más el corazón duro de ésta. ¿Después?... Después vinieron los castigos. Y hoy, a través de veinte siglos la ciudad de Jeru– salén y el pueblo judío están experimentando to– davía los efectos de la maldición de Cristo. Aquélla permanece triste, sola y abandonada, en medio del perpetuo olvido. Y aunque es cierto que el pueblo allí quiere reunirse y morar de nuevo entre sus muros, no lo ha conseguido, ni lo conseguirá. Disperso se encuentra por la redondez de la tierra, llamando a su Mesías. El Mesías ya vino. In propria venit- «Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron» (S. Juan I, 11). Y diz que los judíos que en su recinto se encuen– tran, acuden todos los días a uno de sus muros, el muro del llanto, a pedir a Dios con lágrimas que envíe al Cristo que los salve. Aún permanecen en medio de la más grande ceguera. No quieren ver la luz del sol que ilumina con vivos resplandores los cuatro puntos del mundo. Son los efectos de la maldición divina. Son los efectos de la maldición de Cristo, lanzada un día memorable sobre la ingrata ciudad de Jerusalén y sobre el pueblo deicida. Sola permanece la ciudad, en medio del más se– pulcral silencio, en medio de sus amarguras, acom– pañada del terrible remordimiento por su deicidio.... Sola; sin hijos ni admiradores, sin rastro de lo que fué su antigua grandeza, su esplendor y su her– mosura. Cuantos la contemplan así abandonada, de ella se ríen con sarcasmo. El castigo de Dios que durará siempre, siempre.... 18
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