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de las naciones. La soledad, el abandono serán tus compañeros eternos. Todo, porque no has oído la voz de tu Salvador, porque has despreciado a tu Mesías, que manso y humilde llegaba a ti.» Y lloró Jesús en aquella ocasión sobre la ciudad de Jerusalén al divisarla a lo lejos en medio de su marcha triunfal del domingo de Ramos. ¿Por qué esas lágrimas? ¿a qué ese llanto? La mirada de Dios, que ve el porvenir con más clari– dad que nosotros vemos el presente, para quien todas las cosas están claras y manifiestas; la mirada de Dios veía en aquellos momentos la malicia del mañana, el horrible deicidio que dentro de sus mu– ros se estaba incubando en aquellas mismas horas, en que era recibido entre atronadoras aclamaciones de un pueblo delirante de entusiasmo; y que, a pesar del fervor religioso que las muchedumbres manifes-:– taban en aquellos momentos, los cabecillas y diri– gentes del pueblo, los grandes de la nación y los príncipes· de la ciudad tramaban su muerte, que– riendo aprovechar aquellos mismos días, sin dejarlo para más adelante. Y la muchedumbre, el pueblo, ese eterno menor de edad, voluble, inconstante, tornadizo, ese mismo pueblo que ahora lo aclamaba, gritaría muy pronto pidiendo su muerte. Aquella ciudad tan amada fué la eterna tortura, la pesadilla eterna para el corazón bueno de Jesús; pesadilla que, como negro fantasma, a todas partes lo seguía, y que se convirtió en triste realidad la mañana del viernes, es decir, cinco días, cinco días después. Aquel día de baldón para el pueblo judío, la muchedumbre curiosa en un principio, pues no sabe 16

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