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los muros, para que no sea contaminada con su sangre mi hermosura, ni manchado mi esplendor.- ¡Jerusalén! ¡Jerusalén!. .. ¡Cuánta falsedad se en– cierra entre sus muros, cuánta hipocresía! i Qué de lobos carniceros se ocultán entre sus moradas, cir– culan por sus calles, merodean por sus alrededores! los que tienen el atrevimiento de penetrar hasta en el mismo santuario, y acercarse-¿quién lo creye– ra?-al Sancta Sanctorum, con el corazón envene– nado, con muy torvas intenciones, con el alma em– pecatada.... El calificativo con que se la distinguió en la anti– güedad fué el de la Ciudad Santa. Ahora todos la llaman la ciudad ingrata, la ciudad deicida; pues tuvo el atrevimiento de poner sus manos en el hu– manado fiiio de Dios, y mancharse con la sangre· del Inocente. Desde el día en que la muchedumbre, azuzada por los grandes e influyentes de la nación, pidió la muerte del. Justo, y lo condujo, lleno de odio satá– nico, al suplicio de la cruz, Jerusalén ha sido y será eternamente la imagen de la ingratitud y la personificación del corazón rebelde a los divinos beneficios. ¡ Cuántas veces, sentado Jesús en una de las laderas de los montes vecinos, contemplando la hermosura de la ciudad, el admirable concierto de sus calles y de sus edificios, la construcción y la riqueza del templo, el esplendor del culto, y es– cuchando a lo lejos el sonido de las trompetas y el murmullo de las oraciones del pueblo, que pedía sin cesar la llegada cuanto antes del Divino Mesías, quien los hiciera grandes, se dió cuenta de que no todo era sinceridad en las palabras de aquellos 14

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