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ponsabilidad de aquella ciudad tan visitada, tan favorecida, tan mimada. Y tan indiferente a las visitas, y a los favores del Señor. «¡Jerusalén! ¡Jerusalén! que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados. i Ah! i cuántas veces quise recoger a tus hijos, como laª gallina recoge sus polluelos debajo de las alas, y tú no has querido. lie aquí que vuestra morada va a quedar desierta, vuestras calles sin gente, toda la ciudad presa de la desolación y de la amargura.» Aquella ciudad, iluminada por los rayos de un sol primaveral espléndido; el hermoso templo, con su pináculo, sus torrecillas de cristal bruñido, que des– pedía de sí fulgores al ser herido por los rayos del sol; las mismas muchedumbres: todo llenaba de tristeza, de amargura, de melancolía el corazón de Jesús. Con mirada penetrante pasaba más adentro; lle– gaba al fondo de las conciencias, a lo íntimo de los deseos. Lo veía todo; las tramas que andaban ur– diendo para prenderlo; las maquinaciones de los grandes; la conjuración del Sanedrín; la sentencia de muerte contra él pronunciada. Todo lo veía, y lloraba ... ; viendo también la ruina de la ciudad, la perdición de sus moradores; los castigos del cielo que estaban para caer de un momento a otro, sin que hubiera medio de con– jurarlos. Y, como última llamada a la ciudad de sus amo– res, entraba aquel día solemnemente, triunfalmente, con el fin de atraerlos a todos al verdadero camino. Pero ni por ésas se reconocían sus enemigos; antes bien, persistieron en su depravada voluntad y en sus criminales intentos. 10
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