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Dan las órdenes convenientes a los soldados, Y se retiran tranquilos y satisfechos de su hazaña. ¿Tranquilos y satisfechos? No lo están mucho, cuando toman tantas y tales precauciones. Es po– sible que el famoso ajusticiado les haga alguna de las suyas. Muerto y todo, aún le temen. Por algo temerán; que los temores nunca son infundados. Por algo emplearán todo ese lujo de precauciones los príncipes de los sacerdotes de Israel. Su ceguedad los confunde. La soberbia los ciega. Cuanto más precauciones tomen, mejor. Más pa– tente será el milagro. Más evidente la verdad del hecho. Cierto, nadie se atreverá a acercarse al sepulcro; nadie tendrá valor para romper los sellos. Y des– graciado del atrevido; allí están para defenderlos aquellos feroces soldados romanos, armados hasta los dientes.... Pero, j qué cosas tiene Dios! Y i cómo se apro– vecha de las inicuas intenciones de los hombres para salir con sus designios! El sepulcro donde Jesús fué colocado, no tenía más que una salida; una, nada más. Está cerrada con enorme piedra, y luego seIIada. Todo eIIo de– fendido, custodiado día y noche por los soldados. Por falta de vigilancia no ha de quedar. Esperemos a ver en qué termina todo ello. ¿En qué había de terminar? En el cumplimiento al pie de la letra de todo cuanto había anunciado muchos siglos antes el profeta David: «No permitirás que tu Santo sea presa de la co– rrupción del sepulcro.» Y no lo permitió. Y no lo fué. Pasó la noche del viernes sin la menor novedad. 212
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