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En el cenáculo, dortde se recoge, sólo encuentra motivos que aumentan más y más las angustias de su corazón. Ahí está el salón donde la noche an– terior su Iiijo comió el cordero con sus apóstoles, donde ,hizo derroche de amor, de amor a los hom– bres, dejándoles en alimento su mismo cuerpo. Aún están allí el cáliz, los vasos, los restos de la cena. Le parece verlo rodeado de los doce, departiendo amigablemente con ellos, instituyendo la Eucaristía para el hombre. Así ha correspondido éste - ¡cruel! - dándole muerte de cruz. Llama a su Jesús, y el silencio responde tan sólo a sus palabras. Una dulce ilusión le hace creer que allí está; quiere abrazarlo, y el vacío tan sólq, la soledad es la contestación a esos abrazos. Sola está María y sin su Ifüo. ¿A quién te compararé, Virgen de la Soledad? ¿A quién te igualaré, oh Virgen, hija de Sión? Por– que grande, inmensa es tu amargura. «j Oh vosotros todos cuantos pasáis por el camino de la vida, deteneos, mirad y ved si hay dolor como el dolor mío» (Tren. I, 12). · Para ella ya no hay, no puede haber alegría. Noche obscura, de espesas tinieblas, es la que le ha caído encima con la losa del sepulcro que cubre al ttUo. Solo el recuerdo, eJ recuerdo del liUo, la per– sigue; en su mente está grabado; de su alma no se puede apartar. i Pobre Madre! i Pobre María! ¡Qué sola, qué des– amparada está !... i Soledad de María! ¡Soledad de Madre! Inmensa como el mar; profunda como el abismo; amarga como las hieles.... 14 Madridanos, Cristo paciente 209
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