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XXXVI EN EL SEPULCRO «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Así habló Jesús por última vez desde la cruz. Luego inclinó soberanamente la cabeza y murió. Mejor dicho, durmió el sueño de los justos. El cadáver, pendiente del madero santificado, bien pronto recibirá los honores merecidos. Porque, en verdad, la jornada ha sido trabajosa. La batalla, reñida. La victoria, sonada. Muere Jesús y triunfa. Triunfa Jesús muriendo. i Gloria al Vencedor! i Iionor al Iiéroe ! Los lau– reles para el Triunfador.... Unas manos piadosas de santos varones nobles, ricos, influyentes en la nación y de gran representación moral ante el pue– blo, bajan el cadáver de la cruz y lo colocan en brazos de la Madre. Otras manos piadosas lo ungen con preciosos aromas, lo envuelven en finos lienzos, lo colocan en el sepulcro nuevo cavado en una roca, donde nin– guno había sido sepultado anteriormente. Iiora es ya de que descanse en la tumba el insigne Guerrero, que ha librado la más tremenda batalla contra las potestades del infierno, y contra la muerte que reinaba en el mundo. Nunca pensó ella que el golpe sería tan certero, tan seguro, y que sus dominios habían de ser arre– batados por un hombre en el acto mismo de morir. ¿Cómo imaginarse este al parecer contrasentido? Pues así era, en efecto. 200

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