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Pero calcularon mal. Ya se les habían adelantado otros, y José de Arimatea era el dueño del cadáver. Ante el Gobernador romano se presentó lleno de santa osadía, pidiendo el cuerpo de Cristo, y sin la menor dificultad lo consiguió. Nada tenían que hacer con él los judíos. Después lo dispuso todo para bajar el cuerpo exánime de Cristo del árbol de la cruz, para tribu– tarle los honores debidos, y darle honrosa sepul– tura. María, la Madre del famoso ajusticiado, que con valor sin igual subió la cumbre del Gólgota, y fué testigo de las tres horas de prolongada agonía; María, cuyo corazón estaba atravesado por aguda espada de dolor, aún tiene ánimo para presenciar el descendimiento. Quiere recoger el cadáver del lfüo; abrazarse con él; hacer los oficios de caridad, de ternura, de madre, que no pudo dispensarle en la hora de la muerte. · iPobre Madre! ¡ Pobre María! ¿Quién podrá medir la inmensidad de sus dolo– res? ¿la terribilidad de sus sufrimientos? ¿lo intenso de su martirio? Con mirada anhelante va siguiendo los movimien– tos todos de los santos varones. Recibe los clavos, teñidos en sangre, sangre de su Hiio, sangre de Jesús, su misma sangre. R.ecibe la corona de espinas que atravesaron la cabeza. También están teñidas en sangre; sangre de su Hijo, sangre de Jesús, su misma sangre. R.ecibe, al fin, el cadáver de Jesús. Lo recoge en su regazo. Y sentada a los I)ies de la cruz, recostada en el madero de vida c011 su Ifüo en los brazos, lo con- 196

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