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XXXIII LA MAGDALENA Dice San Juan en su Evangelio (cap. XII), que po– cos días antes de ser entregado Jesús en manos de sus enemigos, le fué ofrecido un banquete en Be– tania en casa de Simón el Lepreso. Marta servía. Lázaro, el resucitado, era uno de los comensales. Estando recostado Jesús en su diván, al estilo de aquei entonces, penetra María en la sala con una libra de ungüento de legítimo y muy precioso nardo, y con él le ungió los pies, enjugándolos con sus cabellos, y quebrando el alabastro se lo derramó sobre la cabeza, y toda la casa fué llena de la fragancia del ungüento. Esta acción tan hermosa fué causa de murmura– ciones entre los circunstantes, y hasta alguno de ellos, rompiendo la brecha, tuvo la osadía de decir: «¿A qué ese derroche del ungüento? ¿No hubiera sido mejor venderlo en tres cientos denarios y dár– selo a los pobres?» Quien así habló fué Judas. Jesús salió a la defensa de aquella mujer: «De– jadla en paz,, que para el día de mi entierro lo ha guardado. En verdad os digo que, en donde quiera que se predique este evangelio por todo el mundo, se referirá también lo que ella conmigo ha hecho.» Espectáculo hermoso el de aquella María Magda– lena, antes pecadora, en estos momentos arrepen– tida y fervorosa amante. Ese amor no disminuye con las afrentas, y los golpes, y el martirio de la Pasión; al contrario crece y aumenta cada vez más. 184

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