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que ellos gustaban a todo sabor en aquellos mo– mentos. -Ahora, que muera rematado en la cruz. Y se frotaban las manos de gusto; y se felicitaban mutuamente unos a otros por el éxito feliz de todas sus gestiones. ¿Qué más podrían desear? Todo, fuera de algunas pequeñas dificultades que también fueron vencidas, todo les salió a pedir de boca. Jesús, entre tanto, entraba en la agonía; el frío sudor de la muerte ya se apoderaba de todo su cuerpo. La vió llegar; la vió cerca, muy cerca. Agazapada se encontraba a los pies del madero, sin atreverse a subir a los brazos y descargar el golpe sobre la hmpanidad santísima del Salvador. ¿Por qué no se atrevía? ¿Quién la detuvo en aquellos momentos? Porque no tenía poder sobre aquella persona sagrada, divina. La detuvo una fuerza superior, insuperable, irresistible; era la fuerza del brazo del ajusticiado que estaba para morir, y no moriría hasta que sonase el momento desde el principio de los siglos prefijado. Jesús, desde la atalaya donde está colocado, dirige una mirada lánguida y moribunda en derre– dor. Ya todo estaba concluído. Nada, absolutamente nada quedaba por hacer. Entonces pronunció aque– llas palabras de triunfo: Consummatum est!-«iTodo está terminado!» Mira atrás y ve toda su vida llena de mereci– mientos. Su encarnación purísima en el seno de una Madre Virgen; obra asombrosa del Espíritu Santo, llena de misterios y de realidades; la unión íntima, 174
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