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gritos de alegría, y claman llenos de entusiasmo delirante: «¡Iiosanna! iliosanna!. .. ¡Iiosanna al liijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ... iBendito el que viene! i I-Iosanna en las alturas!» Grandioso va resultando todo aquello. No hay duda: de esta fecha Jesús va a manifes– tarse por lo que es, rey de Israel, el Mesías prome– tido. Si todos lo aclaman entusiasmados; si todos lo dicen; si es la voz del pueblo; si es la voz común. Ahora, sí, ahora tomará posesión de su reino, y comenzará la época de grandeza para él, para sus apóstoles, para sus seguidores, y para toda la nación. Manifestación como aquélla nunca más se ha visto. Era un mar desbordado de gente y de en– tusiasmo. ¡Qué gritos! . . . ¡qué voces! . . . i qué cantos! ; .. icuántos ramos de victoria! ¡ qué himnos de júbilo! Si son atronadoras las voces. ¡Cuánta gente! Y Jesús, a tales manifestaciones y tan grandes pruebas de adhesión, ¿qué hacía? ¿qué respuestas daba a estas manifestaciones populares? Como siempre, la sonrisa bondadosa brotaba de sus labios, a todos correspondiendo con palabras de dulzura, con bendiciones copiosas, con miradas tiernas. Todo esto y mucho más lo tenía el merecido. ¿No era el Salvador de Israel? ¿110 era su Mesías prometido muchos siglos antes? ¿no era el Iiiio de David? ¿no era el Iiijo de Dios? Pues, justas, y muy justas, eran esas aclama– ciones. Seguramente que si los Doctores de la Ley 4
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