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XXXI CONSUMMATUM EST! «iTodo está terminado!» Así habló Jesús desde el árbol de la cruz momentos antes de morir. Tres horas largas, muy largas, interminables, lle– vaba va sufriendo en el madero infame, sin ex– perimentar el más leve alivio. Desangrado, agotado, veía acercarse con pasos de gigante a la muerte. La hora de consumar el sacrificio estaba ya muy cerca. Todo, efectivamente, estaba terminado; su obra consumada; la voluntad del Padre cumplida hasta en sus más insignificantes pormenores. La vida se le acababa. Jesús moría, y moría por amor, y moría de amor a los hombres. Allá en lo más alto de la cruz estaba probando con argumentos irrefutables la intensidad y la largueza y la profundidad de ese amor. Por las llagas de su cuerpo la vida se le escapaba en raudales de sangre fresca. Con las voces de la sangre nos está diciendo cuánto y cuánto nos ama. Tanto que el entendimiento humano nunca podrá penetrar en las profundidades de ese amor. Tanto como únicamente sabe amar el Dios humanado. ¿Podía haber hecho más de lo que hizo? ¿Podría darnos una prueba más elocuente? ¡Imposible! El amor de Jesús moribundo a los hombres no tiene límites. Llega el momento de la muerte para Jesús. Él 172
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