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Nada es de extrañar la sed que siente Cristo des– pUés de tan enormes tormentos y de tanto derrama– miento de sangre. Su lengua se pega al paladar, sus labios están acardenalados; resecas sus fauces. Por eso exclama: «¡Tengo sed!» i Cómo! ¿Jesús tiene sed? ¿Jesús está sediento? ¿No hace brotar Él las fuentes de la roca viva? ¿No carga las nubes de agua? ¿No es el quien refresca la tierra con el rocío de la mañana? Pues, ¿cómo ahora está sediento? Y ¿por qué los ángeles del cielo no bajarán a aliviar esta sed del :gedentor? ¡Por qué en copa de oro no le traen agua pura y cristalina? Porque tenían que cumplirse las palabras .del profeta: «Presentáronme hiel para alimento mío, y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre» (Salmo LXVIII, 22). Esto que vió el profeta muchos siglos antes y lo anunció, cumplióse en la persona del Salvador. Por– que uno de los soldados que allí se encontraban, aguardando el final de aquella escena, se acercó a Jesús, llevando una esponja empapada en vinagre, y la puso en los labios del moribundo sediento. Jesús gustó el vinagre, y así fué atormentado su paladar. No probó más que lo necesario para ator– mentar su lengua, no para apagar du sed. Otra sed quiso manifestarnos Jesús moribundo desde el árbol de la cruz; es la sed ardiente que tiene de almas, por las que está sufriendo; por las que muere, para que se salven, para que salgan del pecado, para que no caigan en el infierno. Está sediento de que los hombres tengamos sed de su sangre y de sus méritos y acudamos a su 170
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