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« i Dios mío! i Dios mío! ¿Por qué me has aban– donado? Vuelve a mí tus ojos. Clamaré, oh Dios mío, durante el día, y no me oirás; clamaré de noche, y no me escucharás. Gusano soy y no hombre; el oprobio de los hom– bres, el desecho de la plebe. Todos los que 'me miran, hacen mofa de mí con palabras y con meneos de cabeza, diciendo: En el Señor esperaba: sálvele, ya que tanto le ama. Han taladrado mis manos y mis pies; han con– tado todos mis huesos. Repartieron entre sí mis vestidos, y sortearon mi túnica. Más tú, oh Señor, no me dilates tu socorro; atiende luego a mi defensa. Sálvame de la boca del león; salva de las astas de los unicornios mi pobre alma» (Salmo XXI, 1 y sgs.). ¡ Hermosa, sublime, divina oración sacerdotal de Jesús crucificado, elevada al cielo en medio de su abandono desde el altar del sacrificio! ¿La escuchará el Padre? Ni el Padre la escucha, ni el Hijo es oído en sus clamores de muerte. Pero, sí, el Padre la atiende; el Hijo es escuchado; no obstante, tiene que acabar la obra comenzada; tiene que terminar de redimir al hombre. La oración de Cristo en la cruz es el modelo de la oración más perfecta de un alma, sin consuelo y abandonada. Así continuó Jesús en su horrible desamparo du– rante largo espacio de tiempo. La humanidad que– daba redimida; ya no se vería en adelante des- 164
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