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bres maduros, que llegan sudorosos, fatigados; allá las muieres curiosas; y los niños retozones: una muchedumbre inmensa, que crece como la espuma de los mares. Llegan festivos; los ojos les bailan de alegría; la sonrisa bulle juguetona en sus labios. Vienen can~ tando, llegan gritando, llenos de entusiasmo, todos, todos. «¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Viva el Rey de Israel! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Paz en el cielo; gloria en las alturas.» Aquello era grande, extraordinario, maravilloso, apoteósico, cual nunca se había visto hasta entonces en Israel, ni se volverá a ver jamás. Gritos atronadóres, entusiastas vítores, aclama– ciones delirantes resonaban por los espacios.... To– dos cantaban al triunfador, ensalzándolo a porfía. Sin duda que los galileos, considerando el triunfo suyo, no se quedarían atrás. El entusiasmo llegó a más; cortan ramos de olivo, palmas de triunfo, laureles de victoria, y los agitan entusiasmados, y los arrojan al pasar Jesús. ¡Magnífico recibimiento ei que se hace a Jesús en este día de su entrada triunfal en Jerusalén! Por– que no son. ya .tan sólo los apóstoles y las gentes sencillas de las aldeas vecinas: es todo el pueblo; es la ciudad en masa; son los mismos forasteros que han llegado de las más apartadas regiones de Palestina; son los extranjeros venidos a las festivi– dades de la Pascua, que sienten también circular por sus venas una ráfaga de entusiasmo por el Nazareno. :Es la ciudad que, sabedora de· lo que pasa, se lanza a la calle; sale al encuentro del vencedor. Sus moradores vienen cantando; también lanzan 1' 3
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