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Cuando María dió a luz a Jesús en la cueva de Belén, no sintió los dolores del parto; no podía sen– tirlos, porque todo fué, en aquellos momentos y en los momentos de la encarnación, obra del cielo; quedó virgen purísima, como lo había sido antes; como lo fué sieJ¡llpre; más pura que los rayos del sol; más hermosa y perfumada que las azucenas; más transparente que la gota de rocío que cuelga de los pétalos de la flor. Ahora que en el Calvario está dando a luz a los hiios de su amor, sí, ahora siente dolores intensos, dolores. de muerte; dolores en su alma, dolores en su cuerpo, dolores en su espíritu y en su corazón. Por eso la musa popular y el pueblo creyente se lo recuerdan, con aquellas estrofas, llenas de inde– cible ternura y de hondo sentimiento: Acuérdate de la hora en que te nombró Jesús nuestra Madre y .Protectora desde el árbol de la cruz. Juan, el discípulo amado, pierde a Jesús; en cam– bio al pie de madero comienza a sentir las tiernas palpitaciones del corazón maternal de María. Pal– pitaciones en todo iguales a las del Maestro, sen– tidas poco antes en el cenáculo. En ese cambio pierde María y gana Juan. Pierde la madre al hijo. Ganan y ganamos con creces los hijos que le son entregados; ganamos nosotros. Por su medio conseguimos la redención, la salud, la vida y el derecho que Jesús nos conquista a entrar en el reino de los cielos, por la puerta de ese reino, que es María. María nos recibe a todos por hijos suyos, y como 152

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