BCCCAP00000000000000000000931

la prohibición del Eterno. Aquel fruto, comido en mala hora, acarreó, tristes y muy fatales consecuen– cias para ellos y para todos sus descendientes. La muerte bajó. de un árbol a la humanidad. Otro día, esta segunda Eva, María, se detuvo ante el árbol de la cruz, lo miró, vió el fruto que de él pendía, y tomándolo en sus manos, lo ofreció al Eterno Padre, como ttostia propiciatoria. Era la gran sacerdotisa del Calvario. Jesús y María gus– taron del fruto del árbol de la cruz, amargo al paladar y delicioso al' corazón. Porque Jesús, que apuró todos los tormentos de la cruz, con ella y en ella nos redimió; y María con sus dolores cooperó a la obra de la humana redención. Jesús se dió cuenta de la presencia de la Madre. Vió también allí cerca al apóstol San Juan, el amado, el único de los doce que tuvo valor para acompañarle en medio de los· tormentos, como le acompañó en el huerto y en el Tabor. Vió a las pia– dosas muieres. No les habló. ¿Para qué aumentar más con sus palabras las torturas de su alma? ¿a qué renovar las heridas que frescas estaban ma– nando sangre? Sólo cumpliendo con un deber de filial cariño, después de largo rato de sufrimientos, señalando con su mirada al apóstol, dice a la Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo.» Y luego dirige la palabra al discípulo: «tte ahí a tu madre.» ¿Qué sucedió en aquellos momentos? Un cambio grande. María, en lugar de Jesús, que parte de este mundo, recibe por hiio adoptivo a Juan, y en él y con él a todos los hombres, que entonces son acla– mados solemnemente hijos de María, de sus dolores, de sus sufrimientos, de sus lágrimas, de su amor.... 151

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz