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XXVII LA MADRE Enorme era el crimen que estaba cometiendo la ciudad de Jerusalén la tarde aquella. Iiorrible era su pecado, que clamaba al cielo con la sangre de la Víctima pendiente de la cruz. Tan grande, tan enorme era el deicidio, que la naturaleza entera se estremeció de espanto; el sol ocultó avergonzado sus rayos en medio del día, de– jando envuelta en tinieblas y espesas obscuridades a la tierra. La sangre de Abel, el Justo, desdé la tierra recla– maba venganza contra el fratricida Caín. La sangre de Jesús Nazareno pide misericordia y clemencia para los pecadores. Su lengua se desata y reclama perdón para sus enemigos, «porque no saben lo que hacen». i Qué escena fa del Calvario la tarde del Viernes Santo! i Qué cuadro, el cuadro que presentaba el monte del sacrificio, convertido aquel día en un altar! Nunca se vió otro igual, ni parecido siquiera. Y ese cuadro resulta más triste, más desgarrador, más conmovedor con la presencia de la Madre de Jesús, que ha subido hasta la cumbre del monte, y ha sido testigo de cuanto en él se ha realizado de inhumano; que ha oído los insultos, las burlas, los sarcasmos, las blasfemias contra su Ifüo inocente. El golpe del martillo chocando contra los clavos resonó en sus oídos y repercutió con terrible cruel– dad en su alma delicadísima. Y quedó crucificada ella también. 148
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