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Todo lo ha visto Dimas, el Buen Ladrón, y ha comprendido que Jesús es Dios, el Hiio de Dios; reconoce la divinidad de aquel hombre crucificado. Por otra parte ha penetrado en el fondo de su propia· alma; ha mirado a su interior, y se encuen– tra empecatado: ha sido un ladrón, un maldiciente, un blasfemo. Pocos momentos antes se estaba bur– lando del inocente Jesús. Compara su vida criminal con la santísima de Jesús, y se avergüenza. ¿Cómo no avergonzarse, si distan tanto la una de la otra? ¿Cómo no avergonzarse, si la una es· luz purísima y la otra noche negra? Y al ver tal abismo, y que la muerte le acecha en disposición de descargar contra él su golpe fatal, se reconoce culpable, llora, se confiesa de innumera– bles pecados al mismo Dios, al Sacerdote Supremo, le pide perdón, le pide la salvación, una partecita ínfima en el reino de los cielos. ¿Qué hará Jesús con aquel hombre? Sus pies ya no pueden correr, como en otros tiempos, en busca de la oveja perdida; pero ésta llega a su lado. Sus manos ya no pueden recogerla, porque están fijas a un madero; y en sus hombros tampoco puede cargarla. Pero el Buen Pastor, al ver de nuevo a la oveja a su lado, no la desprecia, no la abandona; la recoge cariñoso. «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.» Palabras de cielo, que debieron de sonar a melo– día armoniosa en los oídos y más aún en el alma del facineroso. ¿Qué otra cosa podría desear? Estaba Jesús muriendo por el hombre, estaba derramando su sangre, dando su vida entre indeci– bles tormentos; y a esa hora tan oportuna se pre- 146

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