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un trono resplandeciente. Encubierta con 1os hara– pos de la humanidad desangrada y medio deshecha, contempla la divinidad de Jesucristo, adorada por los ángeles; también él la adora. Se dirige a su compañero, blasfemo; le increpa duramente: - i Cómo! ¿Ni aun tú temes a Dios, estando como estás en el mismo suplicio? Nosotros, a la verdad, estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros crímenes. Pero éste, ¿qué mal· ha hecho? ¿qué crimen ha cometido? Si de sus labios acaban de salir palabras de perdón, si ha rogado a Dios por sus enemigos. · Y después de increpar al compañero, defendiendo la inocencia del Justo, con voz compungida, con el corazón contrito, humillado, dolorido, habla a Je:. só.s, y le dice, lleno de confianza: «Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino.» ¿Qué vió aquel criminal en Jesús, para hablarle de esta manera? ¿A qué tal petición, si estaba en el más ignominioso. de los suplicios, si moría como un infame? ¿Sería realmente el Hijo de Dios? ¿estaría su trono junto al trono del Padre? ¿Quién le dijo a Dimas que Jesús era Rey y que podía darle un reino? Aparentemente no puede estar más humillado, viéndolo en una cruz ignominiosa, y a ella cosido con tres gruesos clavos., Su cuerpo en posición vio– lentísima, sin poder descansar en parte alguna, de modo que se están cumpliendo aquellas palabras: «Las aves del cielo tienen nidos, las raposas sus madrigueras; el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.» La sangre corre hilo a. hilo. por todos los poros de su cuerpo. 10. Madridanos, C1·isto paciente 145

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