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aqúeHa muchedumbre loca, ciega, emborrachada de alegría y de furor. Ya comienzan a serpentear por los espacios esos rayos; ya van a caer sobre la humanidad, cuando en aquellos momentos supremos sale una voz del fondo de la tierra, que desarma las iras del Padre. «¡Padre, Padre mío! ¡Perdón, perdón! Perdóna– les, porque no saben lo que hacen.» ¿Esa voz? ¡Ah! Es la voz de la Víctima que desde el árbol d.e la cru~ pide misericordia para los hombres. Aquí el hombre enmudece, calla, admira y se postra en tierra reverente, y adora; adora al Padre en las alturas del cielo; adora al Hijo en las alturas de la ctuz. Adora a la Divinidad ofendida; adora a la Humanidad suplicante. Solo Jesús, Jesús solo podía hablar de esta ma– nera, para conjurar. la tormenta. Y habló y la con– juró, y obtuvo el perdón en aquel mismo momento; porque la diestra del Eterno dejó caer el rayo ven– gador, perdonando a la Humanidad. Jesús había salido con su intento. No en vano estaba pendiente de la cruz, padeciendo, muriendo por el hombre. Su sangre clama al cielo, pidiendo misericordia. Y a la voz de sus llagas, y de sus es– pinas, y de su sangre derramada por todos los poros de su cuerpo, une la voz del corazón, las lágrimas de sus ojos, la plegaria de sus labios. Todo ora en Jesús en los momentos en que está crucificado y moribundo. Esa oracióri es tan tierna, tan fervorosa, tan ardiente, que sus enemigos que– dan perdonados: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.» Es cierto que, si aquellos hombres se hubieran 141
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