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-¿No eres tú el Cristo? Pues, ¿qué haces ahí? Sálvate ahora. - Lo menos que se puede pedir para con un reo sen– tenciado a muerte, es que se compadezcan de él. Digno es, efectivamente, de lástima. De Jesús nadie se compadece; de Jesús nadie la tiene. Y Jesús, ¿qué dice a todos estos insultos? ¿Qué hace ante aquella muchedumbre vengativa? ¿To– mará también Él venganza de sus enemigos? Bien pudiera hacerlo, pero no lo hace. No ha venido a destruir, sino a edificar, como lo ha declarado; aquel «diente por diente», que reclamaban los in– térpretes y doctores de la Ley, ha de ser substituído por el benefacite: haced bien a los que os persiguen y calumnian, a los que os odian e insultan. Jesús desde el madero levanta sus ojos moribun– dos a las alturas del cielo; mira arriba y ve-i qué horror!-todas las maldiciones y blasfemias de aquellos hombres llegan a lo alto; todos los tormen– tos que le han hecho pasar están amontonados ante el Eterno Padre, hiriendo sus oídos, provocando su indignación, sus iras y su enojo. Toda su sangre hase reunido y clama al cielo con más razón que la del justo Ab.el; clama al cielo, pidiendo venganza. Basta, basta de sufrir a un pueblo ingrato, cruel, desvergonzado. Basta, basta de soportar los pecados de la Sinagoga. Ahora o nunca se hace necesario un castigo; pero un castigo ejemplar, formidable; un nuevo diluvio, no de agua, eso es poco, ni de fuego; un diluvio de sangre, de sangre humana, que acabe con ese pueblo, que lo barra para siempre de la faz de la tierra. Bien merecido lo tiene. Todo castigo será poco. Y la diestra del Eterno se arma con el rayo ven– gador, y se dispone a lanzarlo sobre la cabeza de 140

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