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comenzarán a decir a los montes: ¡ Caed sobre nos– otros! y a los collados: ¡Sepultadnos! Porque, si en el árbol verde y florido se hace esto que estáis viendo, ¿qué se ha.rá en el seco?» Calló Jesús. Bastante había dicho en breves pala– bras. Las mujeres seguían llorando y lamentándose. La procesión continuó de nuevo su curso. Cuantos iban cerca del Divino Nazareno pudieron darse perfectamente cuenta de sus palabras, de sus consejos, de la terrible profecía. ¿Se dieron cuenta aquellos hombres del valor de las palabras? ¿Las comprendieron las mujeres jero– solimitanas? ¿penetraron en el sentido real y ver– dadero de aquellas expresiones? Bien claro habló Jesús en aquella ocasión, y tanto, que no había lugar a la menor duda sobre el sentido real de sus palabras, las que eran como una extensión de las que dijera cinco días antes pronosticando la ruina de Jerusalén. Ahora bien, claro les anunciaba el cúmulo inmenso de desgracias que se avecinaban sobre la nación entera, sobre el pueblo, sobre la ciudad, sobre los individuos particulares, y los apu– ros en que unos y otros se verían cuando tales pa– labras comenzasen a cumplirse. Lo cierto es que, por falta de avisos divinos, no quedaba. Lo había anunciado Jesús muchas veces durante sus predicaciones, sobre todo en la última temporada, por parábolas y comparaciones, con avisos y consejos. El día de su entrada triunfal en Jerusalén, cinco días antes, en medio de las manifestaciones de en– tusiasmo, habló del mismo asunto: la destrucción de la ciudad por su protervia en no reconocerle como el Mesías verdadero. 116

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