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cipitadamente de casa, y ac.ercándose al reo, le lim– pia el rostro afeado por el polvo y la sangre. Repetidas caídas con la cruz ponen a Jesús en trance de muerte, hasta que al fin obligan al Cirineo a tomar la cruz aliviándole la carga. La marcha continúa lenta. La muchedumbre de enemigos está esperando con impaciencia la hora de ver a Jesús pendiente del patíbulo. Los curiosos toman los puntos estratégicos para verlo bien de cerca. Unos repiten sin cesar los insultos; otros ha– blan de los milagros que hizo en mejores tiempos, y desearían verlos renovados ahora. Acá se elogian sus virtudes; más allá se comentan en voz baja los acontecimientos del día. Los buenos callan y se ocultan, temerosos de algún incidente desagradable. Sólo los atrevidos gritan y vociferan, contando sus triunfos. No faltan tampoco almas buenas, almas compa– sivas, que acompañan a Jesús en medio de sus dolores y sufrimientos. ¿Cómo habían de faltar? ¿Acaso no pasó el haciendo bien a todos? Que ha– blen sino los muertos resucitados; los enfermos cu– rados. Que hablen las muchedumbres de miles y miles de personas alimentadas milagrosamente en el desierto. Que hable la viuda de Naín, la que lloró muerto a su hijo único y después le vió resu– citado al imperio de la voz de Cristo; que hable Jairo y cuente también .la resurrección de su hija; que hable Lázaro; que hablen los diez leprosos; er enfermo de treinta y ocho años, curado junto a la piscina. Que hable todo el pueblo de Israel, porque todo el pueblo fué testigo una y muchas veces de su poder, de su bondad, de las ternuras de su amante corazón. 114
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