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AL LECTOR E l evangelista San Juan da comienzo a su Evan– gelio con una frase de sublime inspiración: «En el. principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el prin– cipio en Dios. Por El fueron hechas todas las cosas, y sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas» (S. Juan I, 1-3). «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nos– otros» (S. Juan I, 14). En el capítulo XIX describe con lenguaje lacó– nico, pero vehemente, las escenas dolorosas de la Pasión de Cristo, de la cual fué testigo. Y después de haber contado parte de las intrigas de los gran– des de la nación, la inseguridad de Pilatos y su vergonzosa cobardía con otros pormenores llenos de horror, termina con aquella frase de hondo signi– ficado: «E inclinando Jesús la cabeza, entregó su espíritu» (S. Juan XIX, 30). Los otros tres evangelistas se expresan en tér– minos semejantes, cuando hablan ·de la muerte de Jesús. Entre estas dos épocas de la vida del Salvador, es decir, desde su encarnación y nacimiento hasta su muerte de cruz, está contenida la vida más grande y la más. sencilla; la más sublime y la más IX

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