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Los grandes de la nación, llevando en su rostro la mueca del odio, el rencor en sus corazones podridos, barbotando insultos contra la inocente Víctima. Luego llegan los soldados, abriendo paso, rígidos, imperiosos, mandando con despotismo; como quien sabe que tiene autoridad y poder; el poder de la Juerza bruta, arrolladora; el poder de las armas y de la violencia. Luego, entre los dos ladrones, y rodeado de ver– dugos crueles y feroces, de torva mirada y fuerza hercúlea, viene Jesús, su hijo, el lfüo de Dios. Se acerca con paso lento e inseguro. Lo ve lle– gar. Lo ve muy cerca. Lo ve de frente. Lo miró ..., lo miró bien. ¡ Cielos santos! ¡ Cómo venía! Ni lo hubiera co– nocido, a no saber que era l:l. Venía oprimido por el enorme peso de la cruz, y más aún, cargado con las iniquidades de todos los hombres. Sus ojos cubier– tos por las lágrimas y la sangre, desfigurado el ros– tro, revueltos los cabellos, mesada la barba, coronada la cabeza de espinas, amoratado el rostro, aquel rostro donde se miraban, complacidos, los ángeles, aquellas mejillas donde tantos y tan regalados be-. sos ella depositara, ahora estaban acardenaladas por las bofetadas y los golpes. i Cómo venía! ¡ Qué distinto de como ella lo dejó la noche anterior, al darle su bendición maternal, para que llevara a cabo la grande obra que entre manos tenía, de redimir al hombre! No obstante, lo conoció. Y si bien es cierto que muchas veces había pensado en estos pasos de la vida de su Ifüo, ·ahora la triste realidad supera, y con mucho, a cuanto había meditado. Antes era una pintura lo visto; ahora la realidad 100
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