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más a compasión al pueblo, levanta un extremo de la púrpura, y descubriendo las llagas del paciente, dice a las muchedumbres: - Ecce horno - Iie aquí al hombre. Y en verdad, que no se equivocaba Pilatos al hacer esta afirmación tan rotunda como verdadera. Allí estaba el hombre más puro, más grande, más santo, más inocente que el mundo conoció. Allí estaba, sin apenas tener figura de hombre, lleno de ignominia, humillado hasta la abyección. No obstante tanta ignominia, ése es el hombre tal y como había salido de las manos de Dios en el principio del mundo, y es el único hombre que ahora hay en la tierra. Los demás no son hombres, son fieras, son bestias, son racionales degradados, en– vilecidos. Que ellos mismos se han degradado. Solo Jesús! Jesús solo es el hombre justo, el hombre santo. - Ecce horno - Aquí tenéis al hombre a quien pedís para la muerte. - i Oh! y i qué cambiado estaba! La hermosura de aquel rostro tan gracioso, desfigurada con los gol– pes, las salivas, las bofetadas. Aquellas carnes blanquísimas, obra del Espíritu Santo en el seno de una Madre Virgen, ahora acardenaladas, llenas de heridas. Ni más ni menos, como lo vió Isaías muchos siglos antes; como lo describió cuando dijo: « Vímosle despreciado, el desecho de los hombres, varón de dolores, y que sabe lo que es padecer, y su rostro como cubierto de vergüenza, y afrentado. 1:1 mismo tomó sobre sí nuestras dolencias y pecados, y cargó con nuestras penalidades; pero nosotros le reputamos como un leproso y como un herido de la mano de Dios y humillado. 94

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