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sencia al hombre más famoso de aquel entonces. Con qué deseos más ardientes vió llegada la hora de tratar a Jesús de Nazaret, el Taumaturgo, grande, poderoso en obras y en palabras. , Los deseos de Herodes ¿eran sinceros? ¿estaba animado de buenas intenciones? o ¿era vana curiosi– dad? Sin duda que más era curiosidad, frivolidad insulsa y vanidad lo que anidaba en su corazón corrompido. Por eso, se verá bien pronto defrau– dado en sus intenciones; no conseguirá de Jesús absolutamente nada. Ni una palabra. No la merece. ¿Qué ha de merecer, si su vida entera ha sido una cadena no interrumpida de crímenes y de carna– lidades? ¿Qué ha de merecer, si aún continúa enre– dado en amores criminales? Llega Jesús a la presencia de Herodes, el .volup– tuoso, el afeminado. En aquellos momentos se halla rodeado de toda la corte; todos esperan algo mara– villoso, algo extraño que los haga reir, que los dis– traiga; alguna curiosidad de parte del Taumaturgo, que tantos milagros ha hecho en el trascurso de tres años. Aquella asamblea que participa de los mismos sentimientos y de las mismas costumbres corrom– pidas que su rey, siente un movimiento de repulsión al ver a Jesús; experimenta una repugnancia grande al mirarlo en la forma en que se presenta en la sala de recepciones. Llega pálido, desfallecido, sucio. i Qué contraste con la pulcritud de los cortesanos, y qué antago– nismo con los allí reunidos, acicalados, afeminados hasta el exceso. Luego comienzan a caer las preguntas sobre Je– sús como una lluvia. El interrogatorio se prolonga por largo tiempo. Y Jesús a todo responde con un

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