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ral, pero intensificó su trato intimo y amoroso con el Amado de su alma. Su vida interior se acrecentaba de día en día. Miraba al cielo. Ten– día su vista por el vasto panorama que rodeaba Monte Paulo, y los árboles, las yerbas, las flores, la bóveda azul del firmamento, todo, todo le ha– blaba de Dios. Todo elevaba su alma y su cora– zón a las cimas de la contemplació'n mística y amorosa. Pero la luz que se concentraba en su espíritu debía irradiarla al mundo. Dios le llamaba al apostolado. Se acercaba el momento en que había de manifestarse toda la sublimidad de su ciencia y toda la exquisitez de virtud que se ence rraban en él. Muy pronto se iban a abrir ante él los caminos plenos de sol, por donde había de caminar para darse a conocer al mundo como uno de los predicadores del Evangelio más populares y fecundos. Las nubes con que su hu– mildad le conservaba estaban ya para rasgarse, a fin de dar paso a la más hermosa claridad que se concentraba en su alma de apóstol. 68

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