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con dirigir una breve plática a sus hijos, reuni– dos en torno de él. Sus palabras, henchidas de sagrada unci6n, caían en los corazones de los frailes como lluvia del cielo que los animaba a seguir fieles en el servicio de Dios, abrazados con la evangélica pobreza. Fray Antonio, puestos en el Seráfico Padre los ojos, le escuchaba con avidez, deseando encontrar cuanto necesitaba para reanimar y fortalecer su espiritu. No hay duda que aquella multitud de frailes, unidos en un mismo amor, en idéntico ideal de perfección, y más todavía la vista de aquel hom– bre todo de Dios, que había logrado fundar y dar gran florecimiento a la Orden, hicieron con– cebir a Fray Antonio deseos de quedarse en Italia para afianzarse más y más en el genuino espiritu franciscano. Pero era un extranjero, desconocido de todos los religiosos. No es extraño que pasara desaper– cibido. Además, su humildad le hacía retraído en manifestar para nada sus estudios y su valer. Se nombraron los cargos; se distribuyeron los frailes por provincias y conventos. Fray Antonio era considerado como un novicio y nadie hacía caso de él. Dándose cuenta él mismo de su situación, se acerc6 humildemente a Fray Gracián, Ministro Provincial de la Romaña, y le rogó que le reci- 59

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