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-Hijo mío -le dice su padre-, ¿ya lo has pensado bien? -Si, padre. Mi resolución es irrevocable. No aguardo más que vuestra bendición para dar un adiós definitivo al mundo y consagrarme a Jesucristo. Don Martín de Buillón, aunque con harta pena, aprobó y bendijo la resolución de su hijo. Fernando abrazó el estado religioso. Pasados unos días, entraba en el monasterio de San Vicente de Fora. Este se hallaba situado sobre una colina a las afueras de Lisboa. De ahi su nombre de Fora. Pertenecía a los canónigos regulares de San Agustín. En aquel monasterio, varones esclarecidos por su piedad supieron dar acertada dirección a su espiritu. En la soledad claustral, por el momento, pudo disfrutar de la paz que anhelaba su alma. La oración y el estudio eran sus ocupaciones diarias. La doctri– na de San Agustín le afervoraba y le disponía para gozar de la más alta sabiduría. Pero pronto se encontró con algo que vino a perturbar la serenidad de su espíritu. Estando el monasterio muy cerca de Lisboa se prestaba a frecuentes visitas. Familiares y amigos iban a menudo a ver a Fernando. Le contaban noticias del mundo y hasta le instaban a volver a él, a fin de que gozara de sus riquezas y, placeres. 33

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