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Mas San Antonio no estuvo siempre gozando de las mieles de la divina contemplación. Como habrán visto nuestro lectores, él fue un asceta que practicó la más austera penitencia; mortifi– có su cuerpo con vigilias, ayunos, disciplinas y cilicios. También se vio obligado a pasar por las pruebas con que Dios purifica a sus elegidos. Mas todo esto queda oculto en la figura que se presenta al pueblo. Aún nos atrevemos a decir más: al pueblo no le interesan esas cosas. De una manera casi inconsciente las pretende olvidar. El pueblo busca la dulzura, la amabilidad, la. belleza, todo aquello que conforta el corazón, que alivia el dolor, que eleva a un mundo de ensoñación, de idealismo, de. poesía. La figura de un hombre consumido por la penitencia, con el rostro arrugado por los años, con aspecto melancólico, con instrumentos de penitencia, aunque atraiga la mirada de los artistas y lo reproduzcan millares de veces, como ocurre con San Jerónimo, no será nunca popu– lar. La penitencia, la mortificación, el desgaste · de los años es algo que, naturalmente, se abo– rrece. Por eso no es de extrañar que muchos santos, a pesar de sus muchas y heroicas virtudes y de sus maravillosas obras, no resulten populares. Puede 229
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