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de repugnancia o compasión, sentían el corazón inundado de devoción tierna y confortadora. Los religiosos que se hallaban en Arcella no sólo se sentían doloridos por aquella muerte pre– matura, sino que eran víctimas de una gran inquietud. Dándose cuenta de la fama de santi– dad de que gozaba en Padua Fray Antonio, temían, y con razón, que surgieran grandes difi– cultades para darle cristiana sepultura. Las monjas clarisas abrigaban una santa ilu– sión: que fuera enterrado en su iglesia y que en ella fuera venerado por el pueblo cristiano. Pero sabían muy bien que esto no habían de permi– tirlo los superiores de la Orden. El Santo había manifestado sus deseos de morir en el convento de Santa María, situado en el interior de Padua, y era muy natural que allí fuera colocado su cadáver. Los religiosos, sin saber qué hacer, por de pronto resolvieron guardar silencio sobre la muerte de aquel hermano tan querido. Espera– ban que los superiores tomaran una determina– ción oportuna. Mas les fue de todo punto impo– sible ocultar la triste nueva. Como reguero de pólvora se extendió la noticia por toda Padua. Un tropel de niños, saliendo de las escuelas y de sus propias casas, se formó inesperadamente, e 208

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