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Comenzó ia Luari;;:.urn, y a pesar de la hidro– pesía maligna que iba agotando su organismo, dio principio a sus sermones y no interrumpió su predicación al pueblo. Predicaba, enseñaba, oía confesiones, y esto día tras día sin preocuparse de su salud, de suerte que muchas veces, por no cesar en su labor apostólica, permaneciera en ayunas hasta la puesta del sol. Los habitantes de Padua y sus alrededores es– taban como electrizados por la elocuencia del Santo Predicador. Corrían presurosos a oírle, hasta tal punto, que era muy dificil encontrar un puesto entre el auditorio. Ninguna de las iglesias de la ciudad podía contener la gran multitud de hombres y mujeres que acudían a escuchar sus sermones. Fue necesario buscar un lugar donde pudieran congregarse todos los que ansiaban oír la voz del Santo. Y se habilitó una pradera a las afueras de Padua. Cerraban los comercios sus tiendas; dejaban los labriegos sus campos y toda la ciudad se quedaba silenciosa y desierta du– rante la predicación de Fray Antonio. El número de los asistentes con frecuencia llegaban a trein– ta mil. Era tanto el entusiasmo se había desper- tado en el pueblo, que muchos se levantaban a media noche buscar un puesto preferen– cia a de mejor ver al Santo y escuchar su 176
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