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glares. Su humildad, su dulzura, su prudencia, el suave reflejo de su vida interior se hermanaba en él con un claro, elocuente y bello decir. De su estancia en Montpellier se refieren algunos prodigios extraordinarios que nos place consignar aquí. Era un día solemne. Fray Antonio predicaba en presencia del Clero de Montpellier y una multitud de fieles. Comienza el sermón, y al momento se acuerda de que en aquella misma hora había en su convento una misa solemne y de que era él precisamente quien estaba encar– gado de cantar en el coro. También se había olvidado de rogar a alguien que le supliera. Piensa para consigo que aquello era una falta de obediencia. Se aflige sobre manera por ello. Cubre su cabeza con el capucho; se apoya en el púlpito y permanece inmóvil, silencioso, durante largo rato. El auditorio se llena de admiración, pero los fieles esperan conmovidos a que el Santo hable. Entre tanto, aparece en el coro con sus hermanos. Canta el alleluia y demás versos litúrgicos de que estaba encargado. Rabia pasa– do una hora recogido en el púlpito. De pronto, se endereza y continúa su sermón con una elocuencia incomparable. El fruto del sermón fue copiosisimo. 107.
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